KILLER QUEEN (No preguntes el por qué del título)
Dibujo un sistema de coordenadas y, sobre éste, esbozo un vector. Su sentido indica la dirección de huida hacia un numás eterno.
Envidio tanto a Pedro Sartén.
Desvío la mirada del papel y contemplo al pequeño payasito de tela y porcelana. Lo amé tanto... Y ahora está ahí quietecito, con la cabeza rota, sentado en una sillita cuya utilidad es sostener un teléfono móvil.
Recuerdo que en las noches taciturnas lo acostaba junto a mí y le pedía que me consolara y le susurraba te quiero. En las noches de invierno le tapaba con mi pañuelo de tela favorito. Le daba un beso cada vez que le veía. Le peinaba ese pelo blanco tan bonito. Enmendaba su ropita si sufría algún desperfecto.
Hará, más o menos, tres meses se cayó y se abrió una brecha en la frente. Con temblores en mis manos, por la pena que desencadenó el horrible acontecimiento, corté una tirita y se la puse, con mucha ternura, en la cabecita. Me entristecía tanto verlo herido... Poco tiempo después le quité la tirita. Pensaba que él era muy guapo para llevar eso.
Luego se volvió a caer, y esa brecha pasó a ser parte de un agujero en su frente y media cara partida. ¿Lo peor de esta situación? Me dio igual. Encima me alteró que el maldito juguete se cayera y me distrajera. Ahora lo miro. Mentira, lo admiro. Porque sigue ahí. Porque es parte de mí. Porque es un tatuaje en mi alma de niña pequeña y no se puede borrar. Lo he detestado. Me ha molestado tener que sacarle el polvo a la cosa esa que no tiene siquiera uso. Y, sin embargo, estoy enamorada de él. Y la mayor prueba es que sigue en mi escritorio sentado en su sillita con la cabeza rota. Y no es una prueba material. Es una prueba de que no voy a cambiar.
Alma infantil.
Es ésa la razón de que envidie a Pedro Sartén.
Él lo eligió. Yo no.
Él lo admite con una sonrisa. Yo también, pero yo soy real y tengo que vivir esta vida.
Envidio tanto a Pedro Sartén.
Desvío la mirada del papel y contemplo al pequeño payasito de tela y porcelana. Lo amé tanto... Y ahora está ahí quietecito, con la cabeza rota, sentado en una sillita cuya utilidad es sostener un teléfono móvil.
Recuerdo que en las noches taciturnas lo acostaba junto a mí y le pedía que me consolara y le susurraba te quiero. En las noches de invierno le tapaba con mi pañuelo de tela favorito. Le daba un beso cada vez que le veía. Le peinaba ese pelo blanco tan bonito. Enmendaba su ropita si sufría algún desperfecto.
Hará, más o menos, tres meses se cayó y se abrió una brecha en la frente. Con temblores en mis manos, por la pena que desencadenó el horrible acontecimiento, corté una tirita y se la puse, con mucha ternura, en la cabecita. Me entristecía tanto verlo herido... Poco tiempo después le quité la tirita. Pensaba que él era muy guapo para llevar eso.
Luego se volvió a caer, y esa brecha pasó a ser parte de un agujero en su frente y media cara partida. ¿Lo peor de esta situación? Me dio igual. Encima me alteró que el maldito juguete se cayera y me distrajera. Ahora lo miro. Mentira, lo admiro. Porque sigue ahí. Porque es parte de mí. Porque es un tatuaje en mi alma de niña pequeña y no se puede borrar. Lo he detestado. Me ha molestado tener que sacarle el polvo a la cosa esa que no tiene siquiera uso. Y, sin embargo, estoy enamorada de él. Y la mayor prueba es que sigue en mi escritorio sentado en su sillita con la cabeza rota. Y no es una prueba material. Es una prueba de que no voy a cambiar.
Alma infantil.
Es ésa la razón de que envidie a Pedro Sartén.
Él lo eligió. Yo no.
Él lo admite con una sonrisa. Yo también, pero yo soy real y tengo que vivir esta vida.
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