Sin fin no hay título.

A su paso deja huellas. Tiñe el rastro con el plástico rojo de sus desconchados botines, con el ADN infiltrado en las lágrimas antaño puras, ahora parte del barro. Dibuja un camino con los pétalos del jazmín que ha deshojado, caen lentamente de sus rasguñados brazos.
Rotundamente no. ¿Cuántas flores tuvo que deshojar para llegar a aquella maldita conclusión? Quizá fue coincidencia, pero ya es muy tarde para lamentarse. Es una promesa. Él lo dijo “nunca te arrepientas de lo que hiciste”. Ya ha deshojado toda la hermosa planta que caía en pendiente junto a la cascada de este tenebroso bosque.
Se sienta en una piedra y admira las hojas caer. Qué fortuna observar los últimos retazos del otoño que se colaron en el nacimiento de la primavera. ¡Qué tiempo extraño! Hoy hay viento y mañana tal vez será el día más soleado del año. Ni los meteorólogos saben. Se pierden entre nubes borrosas y borrascas ventosas.
Pretendía abrazar su torso, tiene frío. Pero entonces advierte que le duelen los brazos y recuerda ese dolor que aún lleva dentro. Grita. Muy fuerte. Grita muy fuerte. Grita tan fuerte que quizá alguien la oiga. El pavor inunda su pecho y echa a correr. Pero se ahoga en el dióxido que no ha tenido tiempo de expirar. Recorre la frondosa arboleda y se frena ante un precipicio.
Y si Shakespeare hubiera dicho “Saltar o no saltar, ésa es la cuestión.”; ama la obra, tal vez le hubiera hecho caso…

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