Contigo.

—Dime, ¿crees que lo hará?
—¿Quizá o tal vez? No sé, no sé. Desconozco.
—Yo también. Pero sé que me encantaría. Y me dan igual las consecuencias.
—Mentira.
—¿Acaso importa?
—Sí y lo sabes.
—¡Qué borde eres!
—No soy borde. Pero eres tú la que tiene ojos que llorarán.
—Es verdad. Y eres tú la que sufre. ¡Perdóname!
—Bah…
—¿Te has enojado?
—¿Crees que no soy yo quien realmente la ansía?
—¿Por qué será todo tan complicado?
—Ésa es la razón porque te planteaste ser asexual.
—Ja, ja y já —suspira—. Sin embargo, aunque ardo del deseo, sé que le tengo miedo.
—No sé qué decir.
—Yo también me he quedado sin palabras.
—¡Ay, amada mía!
—Dime, cielo.
—¿Verdad que es bonita? Se parece tanto a… ¡Jo!
—¿Por qué te lamentas? Eso debería alegrarte.
—No, demasiadas excusas tengo para no hacerlo. ¿Crees que sucederá?
—No tengo la más remota idea. Sólo puedo admitir que nos espera un impredecible final.
—A ti sí se ajusta esa sentencia; a mi sólo me queda esperar a la muerte.
—No hablo de ese final tontorrona.
—Lo sé.
—¿Entonces?
—Lalay.
—Estás calada hasta las entrañas.
—Lo sé. Pero admite que tú también estás enamorada. ¡Qué hipócritas somos!
—¿Sabes qué diría ahora?
—Pues claro.
Ríen.
—¡Lo sé! —ambas.
—Somos gemelas.
—¿Lo sé?
Ríen.
—Te quiero.
—Yo te amo.
—Lalay.

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