Los sesenta y nueve pecados capitales.

Tras el crepúsculo llegó la luna nueva, dando lugar a un eclipse en el amanecer.
Se quisieron. Una hermosa fusión de sus miradas, ojitos malévolos cargados de desprecio. Se odiaron. Una expresión de rictus, divertida mueca. ¿Y ahora? Una indiferencia fraternal. Obsesivamente enamorados. Un rostro bello y educado. La más imperfecta perfección.
Mutuo acuerdo. Cayó en sus redes. La incomodidad inundó su sangre. Las agujas bailaron sobre la brillante esfera y se acostumbró. Rutina: nacer, crecer, reproducirse y morir. Mas en mitad del hábito se rompió algo. La paz les incordiaba.
Delicia jovial. Pedir perdón veintitrés veces tres. Esconder los aborrecibles te amo en apetecibles te odio. Una lucha continuada. A ver quien es capaz de hacer más daño. Ella muerde. Él succiona. Ella desmenuza. Él deseca.
Su efímera vida basada en una relación prohibida.
Aún resuena el eco de sus tiernas discusiones. No había miembro dominante. Insultos por lo bajini. Ganaba quien más tardara en callar, quien se quedara antes sin malas palabras. Había tensión en el ambiente Ciclo circular. Un día te los encontrabas acurrucaditos en el parque central y al siguiente oías los platos impactando contra las paredes. Violencia romántica. Amorosas agresiones. Y más allá de tantas bipolaridades, había tanto equilibrio.
Aquí yacen, contrayendo matrimonio del más letal de los modos. El vino contiene veneno. El anillo se colocará en el cuello. Y el que oficia no es ni más ni menos que san Lucifer.
Prometen amodiarse en el ínfimo período de tiempo que les queda de vida y en la muerte. Que tan repentina y dulcemente llegará.
Cavaron el uno al otro las respectivas tumbas. Adquirieron vestimentas para el funeral. Contrataron una orquesta de Grunge y el cátering. Pagaron a sus amadores (familia, amigos, demás) para que ni tan siquiera lloraran.
Grisáceo fin. Miseria. Aquí yacen los cuerpos de los más crueles enamorados nunca jamás habidos.

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