Fe finiquitada.

Se desperezó envuelta en el edredón tricolor y tras el enésimo bostezo se incorporó. Se bajó de la cama con el pie izquierdo, por supuesto. Se repentino reflejo se encontró en el espejo con el del astro sol. Y al ver la laceración rojiza de su mejilla recordó la razón de su rotura en pedacitos el día anterior.
En ese momento ridículas pelusas yacían desperdigadas por el suelo de la habitación. Motas de ceniza agolpadas en torno al cacharro en que estaba sujeto el incienso. Ropa desdoblada sobre la silla, la cama, la mesa, el armario… Tan jodidamente desordenada. Cuatro paredes moradas (específicamente morado terciopelo) con marcas de pisadas y de ideas abandonadas. Razocinios a medio empezar trazados en post-its y una libreta verde pistacho pintorrajeada con boli Bic azul, de modo basto.
Un, dos, tres. Respiraciones zen. Intentó ser un pelín egocéntrica porque continuamente se veía ahogada por culpa de las preocupaciones ajenas. Entrega. Misionera. Empatía.
—Vale, estoy aquí y me encuentro bien.
Susurro. Hablar con uno mismo no es malo. No estamos locas, pensamos en alto.
No son problemas, son obstáculos que una halla en el camino de la vida. Entonces, ¿carecen de solución? Espero que no. Obstrucción en la garganta, desmoronamiento, le costó mucho hablar. Gajes de la fraternidad. Estamos unidos, te guste más o menos. Tus problemas son los míos. Se siente mal. Un pelín de culpabilidad.
—¿Qué coño le pasa? ¿Por qué no habla? Esos ojos… Están vacíos, ausentes, esquivos. Los echo de menos.
Pues claro que lo hace, la pobre niña tontita. A estas alturas de las circunstancias mira sus manitas y aún cree, equívocamente, que no sujeta nada en ellas. Que nada ni nadie pende de sus deditos.
—Sí, lo sé, soy muy insegura. Me duele la mejilla del alma.
¿Y piensa solucionarlos? Claro que piensa. Deshaciéndose así, violentamente, del abrazo de su musa O. Esperanza. Reza, llora, ama. Tiene ganas. Pero no es capaz. Tiene planes. Posee un grandioso y enorme taller de planes y proyectos. ¿Cuántos ha llevado a cabo? Un número tan redondo como cero.
—Sí, lo sé, soy muy insegura.
Dejó la vanidad y la filosofía para otro momento, dejó de contemplarse en el espejo. Había tanto desorden. Aquí, ahí, allí. Daba igual hacia donde mirara. Estaba todo simple y complejamente desordenado.
—Mientras no me ame a mí misma, no podré amar francamente a nadie.
Se prometió segura. ¿Segura? Sí, se acabó la cuota de pesimismo. ¿Cómo vestirse? Ropita de cuero, para hacerse la valiente. Pinturitas de payasita, porque aunque en su interior haya restos de putrefacción, hay que fingir. Taconcitos, así quizá piensen que aún mantiene la esperanza.
—¿A quién quiero engañar? Bah… Como querer no es que quiera. Es que lo hago continuamente.
Por ejemplo:
—Hola, ¿qué tal? —persona cínica.
—Mal —contestas con sinceridad.
—¡Mártir! —sonrisita de suficiencia, mirada de desprecio y un gran deje de sorna en su acento.
Ña. Podría insultarles, pero a ella no le gustaría.
Terminó de arreglarse. Desayunó. Una dieta basada en el budismo. Creemos en la reencarnación. ¿Por qué hacerlo todo tan perfecto ahora si ya dispondré de más tiempo para solventar los inconvenientes presentes?
Abrió la puerta. Llamó al ascensor. Automóvil. Un día más, bienvenida a este numás eterno.

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