Inventario literario.
Tres cajones bajo la cama, una pequeña estantería y el escritorio. Quizás algún papel escondido en los recovecos del armario.
En uno hay bolsos y libros del colegio. Poca cosa interesante.
En el del otro extremo hay una caja con tacitas y sus respectivos platitos, una tetera y una azucarera, todo de porcelana blanca. Una caja de galletas Tostarica de Phineas y Ferb. Tres latas de Nesquik, una llena de juguetitos de Kinder, otra alberga cartas del pasado cuyo remitente y destinataria soy yo y la otra... ¿Quién sabe qué tiene la otra? Tal vez esté vacía. Partituras para guitarra, un libro sobre guitarra, muchas revistas musicales y otras tantas dedicadas a hacer que una mujer se sienta imperfecta, en el mal sentido. Una de las musicales está dedicada a Amy, la otra a Cobain. Ésas las guardo con amor especial en carpetitas de plástico, no vaya a ser que se estropeen. Hay también un rollo de cartulinas, trabajos de francés. Otra caja con marionetas y alguna otra manualidad.
El del medio es el mejor. Mi favorito. La anarquía literaria materializada.
Carpetas con dibujos. Carpetas con pequeñas novelas ilustradas por mí. Carpetas con recuerdos dentro. Carpetas con ideas. Carpetas. Muchas carpetas, bueno es que haya algo de orden entre tanto desorden. Hay una caja con forma de corazón que guarda metales, por si algún día me da por la alquimia. Más libros del colegio. Tres libretas que hospedan versos. Folios pintarrajeados que aún tienen algún espacio en blanco para ser reutilizados.
Y muchos papeles pequeños sueltos. Algunos en sobres, otros sencillamente desparramados.
Ése es mi concepto de arte, el cajón hotel de mi talento. Viven aquí desde mi primer poema, escrito aquella fría mañana tras un brusco despertar (el más bello despertar, tanto físico como nepésico) hasta este conato de inventario literario. ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué tal elevado grado de síndrome de Diógenes? ¿Para qué cuando mi único objetivo es inalcanzable?
Donde habite la esperanza de la prosista resignada... Allí quiero ir a fumar flores de fe.
En uno hay bolsos y libros del colegio. Poca cosa interesante.
En el del otro extremo hay una caja con tacitas y sus respectivos platitos, una tetera y una azucarera, todo de porcelana blanca. Una caja de galletas Tostarica de Phineas y Ferb. Tres latas de Nesquik, una llena de juguetitos de Kinder, otra alberga cartas del pasado cuyo remitente y destinataria soy yo y la otra... ¿Quién sabe qué tiene la otra? Tal vez esté vacía. Partituras para guitarra, un libro sobre guitarra, muchas revistas musicales y otras tantas dedicadas a hacer que una mujer se sienta imperfecta, en el mal sentido. Una de las musicales está dedicada a Amy, la otra a Cobain. Ésas las guardo con amor especial en carpetitas de plástico, no vaya a ser que se estropeen. Hay también un rollo de cartulinas, trabajos de francés. Otra caja con marionetas y alguna otra manualidad.
El del medio es el mejor. Mi favorito. La anarquía literaria materializada.
Carpetas con dibujos. Carpetas con pequeñas novelas ilustradas por mí. Carpetas con recuerdos dentro. Carpetas con ideas. Carpetas. Muchas carpetas, bueno es que haya algo de orden entre tanto desorden. Hay una caja con forma de corazón que guarda metales, por si algún día me da por la alquimia. Más libros del colegio. Tres libretas que hospedan versos. Folios pintarrajeados que aún tienen algún espacio en blanco para ser reutilizados.
Y muchos papeles pequeños sueltos. Algunos en sobres, otros sencillamente desparramados.
Ése es mi concepto de arte, el cajón hotel de mi talento. Viven aquí desde mi primer poema, escrito aquella fría mañana tras un brusco despertar (el más bello despertar, tanto físico como nepésico) hasta este conato de inventario literario. ¿Para qué tanto esfuerzo? ¿Para qué tal elevado grado de síndrome de Diógenes? ¿Para qué cuando mi único objetivo es inalcanzable?
Donde habite la esperanza de la prosista resignada... Allí quiero ir a fumar flores de fe.
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