Alternativa.
Aquella mañana me di cuenta de que escribir sobre el amor no me daría de comer. Y volví a retratar a los demás y su carencia de sentimientos.
Ojalá se diese cuenta de que no se puede ser profesora de universidad y pretender que no te miren y miren y vuelvan a mirar y susurren a tu alrededor cuando exteriorizas tantísimo tu orientación sexual. Innecesario, maestra.
La cabezota altiva, el mentón sobresaliente, los ojos hundidos, el frontal prominente. Ni una gota de maquillaje. Poco agraciada. El pelo descolorido, coleta con la raya al medio. Peinado sáfico. Llevaba, tanto ayer como hoy (aunque no la misma), una camisa larga de color descolorido, a juego con el pelo, y vaqueros. Zapatos de hombre, marrones oscuros.
Anda como un hombre. Se mueve, respira y habla como un hombre. Inspira masculinidad, aunque no en el buen sentido, por supuesto. Y eso no me gusta. Inspira también una sensación de frustración y pesimismo que aplasta. Exhala el más cargado de los dióxidos de carbono de los aires. Dióxido de carbono como eufemismo de energía negativa. Y eso tampoco me gusta.
Desde hace bastante tiempo amo imaginar la vida de quienes me rodean.
Ella es una de esas treintañeras lesbianas vírgenes. Lesbiana por inercia, diría yo. Estoy segura de que cuando era pequeñita le hablaron de Blancanieves, Bella, Cenicienta, Mulán, Anastasia y Pocahontas. Todas acabaron con principitos, con la característica "-o" marcando el género masculino. Quizá ella no se creyó esa historia. Quizá prefirió ser el príncipe. Tiene tela que una señorita quisiera ser azul. Bastante tela. Espero que sepa y esté segura de su decisión. ¿¡Dónde va a encontrar sino a un señorito que le rompa el himen con esas pintas!?
Vive sola, probablemente con un gato (no es por caer en el tópico). No, corrijo, no vive ni con un gato. Dudo que pueda cuidar de sí misma, aguantarse a ella misma. Vive sola. Algún que otro fin de semana va a casa de mamá y papá, que se preguntan por qué la pequeña de la familia es tan infeliz.
Come comida basura casi siempre, no sabe ni freír un huevo.
Su tiempo libre lo dedica a desliberalizarlo. Corrige exámenes, prepara su clases, lee algún periódico en internet, ve la tele, poco más. Habla con su amiga de siempre una vez por semana. No sale mucho. Cuando lo hace, nota a la gente mirándola (de la misma manera que sus alumnos) y se siente incómoda. Nota a la gente feliz y se siente aún más sola.
Solitaria en su soledad. Dice que ama la soledad, miente. La respeta porque no le queda otro remedio, pero jamás sería su enamorada.
Su enamorada es otra. Eso no lo tengo claro. Quizá su amiga de siempre, a la que envidia o admira porque tiene un marido, hijos, hipoteca, perro, paseos por la playa los fines de semana; tal vez una colega de la uni o una vecina o una persona del pasado.
No le gusta Napoleón tampoco.
¡Se me olvidaba! Da clase de algún tipo de psicología. Ella. Sí, ella. La señorita que se negó a vivir desinhibida, la que no se atrevió nunca a ir a terapia. Ella.
Pobrecita ella. Que los santos a los que su mamá pone velitas se apiaden de ella.
Porque no, no se puede pretender que te miren igual que a las demás.
Jamás comprendí por qué esa irrevocable y magna necesidad de dar a conocer tan públicamente con quién te acuestas.
Sobre todo si no te favorece, como a la docente.
Ojalá se diese cuenta de que no se puede ser profesora de universidad y pretender que no te miren y miren y vuelvan a mirar y susurren a tu alrededor cuando exteriorizas tantísimo tu orientación sexual. Innecesario, maestra.
La cabezota altiva, el mentón sobresaliente, los ojos hundidos, el frontal prominente. Ni una gota de maquillaje. Poco agraciada. El pelo descolorido, coleta con la raya al medio. Peinado sáfico. Llevaba, tanto ayer como hoy (aunque no la misma), una camisa larga de color descolorido, a juego con el pelo, y vaqueros. Zapatos de hombre, marrones oscuros.
Anda como un hombre. Se mueve, respira y habla como un hombre. Inspira masculinidad, aunque no en el buen sentido, por supuesto. Y eso no me gusta. Inspira también una sensación de frustración y pesimismo que aplasta. Exhala el más cargado de los dióxidos de carbono de los aires. Dióxido de carbono como eufemismo de energía negativa. Y eso tampoco me gusta.
Desde hace bastante tiempo amo imaginar la vida de quienes me rodean.
Ella es una de esas treintañeras lesbianas vírgenes. Lesbiana por inercia, diría yo. Estoy segura de que cuando era pequeñita le hablaron de Blancanieves, Bella, Cenicienta, Mulán, Anastasia y Pocahontas. Todas acabaron con principitos, con la característica "-o" marcando el género masculino. Quizá ella no se creyó esa historia. Quizá prefirió ser el príncipe. Tiene tela que una señorita quisiera ser azul. Bastante tela. Espero que sepa y esté segura de su decisión. ¿¡Dónde va a encontrar sino a un señorito que le rompa el himen con esas pintas!?
Vive sola, probablemente con un gato (no es por caer en el tópico). No, corrijo, no vive ni con un gato. Dudo que pueda cuidar de sí misma, aguantarse a ella misma. Vive sola. Algún que otro fin de semana va a casa de mamá y papá, que se preguntan por qué la pequeña de la familia es tan infeliz.
Come comida basura casi siempre, no sabe ni freír un huevo.
Su tiempo libre lo dedica a desliberalizarlo. Corrige exámenes, prepara su clases, lee algún periódico en internet, ve la tele, poco más. Habla con su amiga de siempre una vez por semana. No sale mucho. Cuando lo hace, nota a la gente mirándola (de la misma manera que sus alumnos) y se siente incómoda. Nota a la gente feliz y se siente aún más sola.
Solitaria en su soledad. Dice que ama la soledad, miente. La respeta porque no le queda otro remedio, pero jamás sería su enamorada.
Su enamorada es otra. Eso no lo tengo claro. Quizá su amiga de siempre, a la que envidia o admira porque tiene un marido, hijos, hipoteca, perro, paseos por la playa los fines de semana; tal vez una colega de la uni o una vecina o una persona del pasado.
No le gusta Napoleón tampoco.
¡Se me olvidaba! Da clase de algún tipo de psicología. Ella. Sí, ella. La señorita que se negó a vivir desinhibida, la que no se atrevió nunca a ir a terapia. Ella.
Pobrecita ella. Que los santos a los que su mamá pone velitas se apiaden de ella.
Porque no, no se puede pretender que te miren igual que a las demás.
Jamás comprendí por qué esa irrevocable y magna necesidad de dar a conocer tan públicamente con quién te acuestas.
Sobre todo si no te favorece, como a la docente.
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