Canícula física.
La tórrida sensación de la que eres causante.
Tus palabras (quizás porque no hay más que eso) me excitan de una manera sin igual. Jamás nunca antes había sentido algo parecido a esta fogosidad.
Yo leña bañada en gasolina, tú fuego.
A eso se reducen gran parte de nuestros diálogos escritos. La otra ya está explicada, lo demás es gélido, frío.
Tus vocablos se derriten y echan un pulso a mi sangre. ¡Corre por mis venas la más ígnea de las sustancias!
Se me remueve el estómago. Se me corta la respiración. Se me nubla la mente. Y me entran ganas de escribir los versos más amorosos durante la noche vigente.
Como si de un imán que cambia de polaridad con vehemencia se tratara, las mariposas vuelven a instalarse en mis entrañas. Una brisa salida de quién sabe dónde tensa las cerezas de mi pecho. Fusionada en mi saliva está la ya mencionada sustancia que fugazmente baja de mi esófago a mi vientre, no sin dejar desparramados restos que mantienen abrasador cada recoveco de mi cuerpo. Una y otra vez. De arriba abajo. Y de abajo arriba. Huele a madera quemada. Tu fuego devora cada astilla, desprendo humo brutalmente. ¡Vaya chimenea hay montada en mi matriz! Padezco una severa taquicardia. Si abro la boca no verás mi campanilla, sino mi miocardio. No escucharás "a", sino un gruñido erógeno. El vello del cuello se me eriza a juego con la fruta. Y no necesito mi falange para empapar plenamente lo ya empapado.
Porque llevo caliente un buen rato.
Aunque tú no estés ahí para corroborarlo.
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