Una travesía traviesa.

Viernes tres de diciembre de dos mil diez. Cita a las 15h00.
Nervios desde las 6.h5 de la mañana. Una continua cuenta atrás hacia el momento que no anhelaba mientras lo deseaba.
[...]
Ese ruido perforaba mis oídos. Mis manos sudaban fervientemente. Mis piernas no pararon de temblar ni un sólo segundo. No lo podía evitar, torturarme por voluntad propia. Estoy completa e irrevocablemente loca. Él concentrado no apartaba la mirada. Mojaba su instrumento una y otra vez en la tinta para rasgar mi piel. La aguja que iba y venía, cual tranvía. Joder, que mal lo pasé. Y, sin embargo, sonreía. Una morbosa jovencilla tumbada en la camilla de un estudio de tatuajes. Sí, lo sé, no tengo remedio. Es una más de mi larga lista de experiencias en esta vida. Y volvería a hacerlo, sin dudarlo, aunque fuera la más agresiva de las violencias numás infligidas contra mi cuerpo por afán propio.
Intenté entrar en nirvana. Una, dos y tres veces. Me partí por mi ignorancia. No tengo ni puta idea del budismo. Pensé entonces en Nirvana. Lithium. Y no, no sirvió de nada.
¿Y qué?
No importa. Estoy vivita y coleando. Con una marca negra en mi cadera, a la altura de mis braguitas rojas frenéticamente sujetas hacia abajo para no rozarme y hacerme daño.
Un viaje pícaro hacia el mundo de la tinta y las agujas. Los corsés medievales. Los incontables agujeros repartidos por diminutos cuerpecitos. Los cabellos multicolores. Las orgías rutinarias. Los pensamientos gráficos unilaterales. El universo esculpido en retazos de piel.

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