Comienzo.

Mi respiración dura menos que un latido y mi corazón no se da un respiro.
Enfermedad infecciosa que ni siquiera necesita ser diagnosticada por un médico; se llama apatía. No se cura con medicinas, no hay antídotos, en pocas palabras, no hay manera conocida de erradicarla. Fortuitamente no es letal. Pero hace de tu existencia una tragedia.
Comienzas a apodarte “drama queen” porque todo parece carente de solución (he aquí un símil entre la enfermedad y uno de sus síntomas), no tienes ganas de hacer nada (porque lo poco que haces, lo haces sin ganas), estás incómodo dondequiera que estés, nada satisface tus necesidades (se desconoce si los enfermos de apatía tienen necesidades que puedan colmar o si al menos tienen necesidades) y escribes un montón (seas escritor o no) porque tienes quejas, muchas, bastantes.
Un día, cansado de que te digan que cansas, te vistes bonito, llamativo y te vas a dar una vuelta al pasillo de los sentidos. Tocas, ves, oyes, saboreas, hueles. ¿Y cómo te encuentras tras la expedición? Renovado, renacido (si es que la palabra existe), extasiado. Bueno, en general; es todo tan relativo. Pero a mí, doctorada en filosofar-sin-tener-ni-puñetera-idea-de-filosofía, me gusta más la idea de que, mayoritariamente, todos los enfermos de apatía, salieron, están saliendo o saldremos de esto más tarde o más temprano. Ya lo dijo algún chalado, lo único que no tiene solución en esta vida es la muerte. Y aún no ha muerto nadie de apatía.
Hay que seguir. Desempaquetar este enorme regalo que es la vida es una tarea ardua llena de obstáculos, de hecho, hay más de estos que de otras cositas más placenteras. Y la apatía, más o menos estudiada en este enano planeta llamado Plutón, al fin y al cabo, no es más que llorar un ratito, encogida en la cama, con la única y solemne iluminación que aporta una vela encendida a Dios, a Buda, a Alá o a Platón si te gusta más.

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