La salle de bains.

Sí, es oro todo lo que reluce.
Me deshago de mi albornoz de seda para acabar tal cual Dios me trajo al mundo. Voy a tomar un baño. Entro en mi salle de bains, una habitación de exquisita decoración. El lavabo, la bañera y cada detallito son de oro pulido. Abro los grifos, deseo sumergirme en agüita templada. Escojo cuidadosamente distintas sales y variadas esencias, da lugar el nacimiento de numerosos estilos de pompas.
Abro el armarito a la izquierda del espejo redondo situado encima del lavabo, tomo un trocito de algodón y lo empapo en desmaquillante. Adiós tenue sombra aterciopelada, adiós máscara, adiós lápiz de ojos. Más algodón y más crema. Adiós base de maquillaje y colorete, buen viaje lápiz de labios.
¡Ups! Un pequeño descuido casi me cuesta una inundación. Cierro los grifos. Tiro en la dorada papelera los algodoncitos contaminados e inauguro mi solitaria fiesta del baño.
Me meto en la bañera con el pie derecho (la suerte ha de sonreírme, para eso le pago), meto el pie izquierdo y lentamente voy sumergiendo el resto de mi cuerpo. Qué satisfacción tan placentera. Soy aristócrata, así que me doy el lujo (para variar) de ser redundantemente reiterativa (no se nota a penas, ¿verdad?).
—¿Que no tienen gel de ducha?
—Pues que usen jabón.
Egocéntrica, coqueta, poderosa, extremadamente bella, manipuladora.



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