Ñañeñiñoñu.

Creo que nunca he destacado. No soy un bellezón, ni un cerebrito. No tengo ningún rasgo altamente llamativo. Mi personalidad demente asusta a algunos y atrae a otros, pero no soy sublime. No tengo ningún don; sé pensar y sé escribir, pero todo el mundo sabe; otra cosa es que sus copulaciones boli-papel sean fútiles. No he hecho nada asombroso, ni espantoso. Gané una vez un concursillo, algo pequeño, nada trascendental; y no fue siquiera de aquello que bien se me da. No tengo acento atractivo; no, eso queda atrás. No toco ningún instrumento y no sé si coser ni cantar. Pero, ante todo, no soy normal. No soy una zorra, ni una monja casta. No tengo BFF ni creo en el amor. Creo que sé qué me depara el futuro, necedad si tenemos en cuenta que eso lo elijo yo. No me gusta lo antiguo, lo muerto y estoy en humanidades. Detesto el dolor, pero volvería a sufrir una aguja bañada en tinta. Hablo mucho de “heal the world”, pero si mañana mi hada madrina se presentara aquí con algunos deseos sé que sería egoísta. Amo el fuego aunque le tengo miedo. Quiero ser budista, pero no me atrevo. Quisiera también sufrir una mini-amnesia exclusivamente con las conjunciones “mas” y “pero”, pero eso lo veo infactible. Detesto la palabra que se forma con las letras O, D, I, A, R. Soy multinacional apatriada. Me gusta la música de los 80 y por ahí. Por esto mi papi (el mejor del mundo mundial mundanal) me llama retro.

Escribo esto un domingo por la mañana en que llueve, detesto el ruido que provoca este fenómeno. Esto es un pequeño reconocimiento de los que hago cada noche, pero en este día es temprano, estoy aburrida y creo que mi vida carece un poco de sentido. No sé por qué. No encuentro siquiera sentido a estas palabras. Por eso voy a ir cortando el rollo. Porque sólo yo me entiendo. Y porque, una vez más, soy cualquier cosa excepto normal.

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