#1 Carolina

Bendito sea este atardecer de viernes en París… Iba pensando en mis cosas hasta que divisé sus enormes ojos verdáceos al otro lado de la estación. Divina Carolina, me ha robado el corazón.
Agotado, tras un eterno día de trabajo, cogí el último tren del día, solo deseaba llegar a casa, pero algo me detuvo en mi camino hacia mi destino inmediato. El tren frenó en seco, esa era mi parada. Mientras bajaba los dos escalones que me separaban de tierra firme impulsivamente giré la cabeza hacia mi derecha, como atraído por el más poderoso de los imanes, y allí estaba ella. Un pañuelo casi tan blanco como ella cubría su espesa cabellera del color del azafrán. Sus dientes castañeteaban, su cuerpo tiritaba. Sus ojillos asustados tenían mucho que decir. Corrí, corrí tanto en tan poco espacio… Solo ella, una mano delante y la otra detrás. Cometí la segunda mayor insensatez de mi vida.
–Hola, señorita –me miró, ¡oh, qué digo! Con semejantes ojos me iluminó hasta cegarme–  Me llamo Armande Chanel. ¡Déjeme ayudarla, por favor!
–¿Por qué iba a necesitar ayuda? –pronunció con un exquisito acento.
–Perdone mi insolencia, la noté algo confusa, perdida.
–Queda usted perdonado. No se preocupe, estoy perdida, pero estaré bien. Solo deseo escapar –contestó con desdeño.
–Déjeme ayudarla, se lo suplico –tenía que intentarlo.
–ES – CA – PAR –dijo muy lentamente–. Ahora, si no le importa, tengo prisa.
–¿Dónde pretende ir? Las calles estarán congeladas, es uno de los días más fríos del año. Permítame ofrecerle un lugar seguro y cálido en que guarecerse esta noche.
La estación se quedaba vacía. Ella y yo. Sonrió y, en un deje de locura, le cogí la mano y echamos a correr bajo la agresiva lluvia parisina.
Le hice un par de preguntas, pero no obtuve respuestas, ella se limitaba a sonreír. Y con tal gesto calmaba mi curiosidad.
La llevé a casa de mi hermana pequeña, supuse que le gustaría, pero más que gustarle le encantó y yo quedé hipnotizado cuando volví a oír, repentinamente, tan dulce voz.
–¿Dónde está tu hermana?
–Se fue, huyó como tú. Se enamoró y se marchó –al ver la pena reflejada en su rostro la calmé diciéndole–. No sufras, sabemos que es feliz.
Volvió a sonreír y me vi obligado a besarla. Fue el beso más bonito del mundo, y así se lo dije.
–Ha sido el beso más bonito del mundo, ¿no crees, princesa?
Se echó a llorar y yo no sabía qué diantres hacer.
–Dime qué te pasa, qué te acongoja, vida mía.
Me contó que se llamaba Carolina y que era una princesa de alma republicana que había sentido la imperiosa necesidad de escapar de aquella realidad.
Cuando terminó su relato, el silencio hizo presencia durante algunos minutos, un silencio roto por el rugir de sus tripas. Nos reímos y me despedí brevemente para ir a comprar algo para comer y beber.
En el camino discurrí sobre su historia, quizás sea monarca de una remota tierra, quizás no, pero lo que está claro es que ha conquistado mi alma sin siquiera proponérselo.
Compré té, unas galletas, pan y queso. Luego volví, me costó abrir la puerta, los nervios me poseían. Y ahí estaba, espléndida, recordé el comienzo de este relato, amigos: Bendito sea este atardecer de viernes en París… Iba pensando en mis cosas hasta que divisé sus enormes ojos verdáceos al otro lado de la estación. Divina Carolina, me ha robado el corazón.

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