La pobreza.

Tomó quizás a los más débiles y los obligó a vivir bajo su mano. “Ni se os ocurra levantar la cabeza, aunque tampoco es que tengáis la fuerza necesaria para hacerlo”.
Todo lo que pudieran tener se los arrebató, desde la más mínima de las posesiones materiales hasta el más pequeño sentimiento. Ni la esperanza, ni el amor; a todos los obligó a decir adiós a aquello que podía poner una sonrisa en un rostro ya sin vida, un rostro que sigue en el cuerpo que sigue, solamente, gracias al aire que respira.

Ella, la pobreza, ¡qué increíble, cómo los domina!
Me refiero a ella y no sólo hablo de la falta de dinero.
¿Qué es de aquel pobre en imaginación? Vivir siempre en este mundo, recluido, quizás con miedo a soñar, a alejarse demasiado de todo lo definido como verdadero.
¿Qué hay de él, pobre en ilusión? Sentirse tan superior, tan lleno, tan harto, tan repleto, que es un completo insulso. Tiene demasiado, tiene tanto que nada llena ese vacío.
¿Y qué pasa con ellos, pobres en fe? Ni eso tienen: las ganas de levantarse al día siguiente y saber que hay algo, sea lo que sea, que te mueve y te inspira a hacer algo; y agarrándose con sus manos, con su cuerpo entero, con su alma y su mente a esos sueños, conseguir poseer la fe suficiente para estar seguro de que al menos intentarlo vale la pena.
Fe en alguien, en algo o en ti mismo. Hacer lo que sea con tal de no permanecer ahí porque sí, con tal de no ser tan pobre.

Ella, la pobreza. Como muchos la definen: la falta de algo necesario, de dinero. A todas ellas les quitó todo lo material, obligándolas a vivir en la calle; les quitó el trabajo, obligándolas a pedir limosna y comida; les quitó el derecho, a muchísimas de ellas, a la enseñanza, a la cultura. Les arrancó la dignidad. Y con ello se llevó hasta la más pequeña oportunidad de recuperarla.
Ella podrá ser malvada y muy injusta, despiadada.
Es incluso, un tanto omnipresente, pues, vayas dónde vayas, te la encuentras.

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