Aprende, desprende.
Menos mal que no hay que pagar por cada hora de tristeza. Qué alivio saber que cada lagrimita derramada no implica una deshidratación
terminal. Y qué bueno es saber que tantas matemáticas sirvieron de algo
y que cuanto más siento más escribo y que cuanto menos sonrío menos
tengo ganas de empezar a sonreír.
Me cansé de quitarte de mi piel, como si eso fuese un buen comienzo al ritual de quitarte de mi cabeza, como si las cicatrices se borraran con esponja o los recuerdos se lavaran con nuevas ideas.
Aprendí que las segundas oportunidades sólo existen como pretexto para pedir y conceder las terceras, que sí, adivinaste bien, cumplen la misma función para con las cuartas.
Me cansé de quitarte de mi piel, como si eso fuese un buen comienzo al ritual de quitarte de mi cabeza, como si las cicatrices se borraran con esponja o los recuerdos se lavaran con nuevas ideas.
Me
mintieron con historias de clavos quitando clavos cuando lo único
cierto es que me lo (¿la?) han metido tan profundo que perdí la cuenta,
la mesura y hasta la cordura de la profundidad de mis agujeros.
Y sintiéndome tan enorme y saturada quise pasar página de un libro sin hojas que chorreaba tinta por no tener soporte donde depositarla.
Quise leer más rápido los capítulos de una historia cuyos actores
tenían contratos de temporada, baratos, esclavistas, infrahumanos. Sí, jugamos a ser más siendo menos. Nos desnudamos como personas para descender más rápido al infierno. Fuego, hierro, silicona, saliva, perdón y silencio.
Menos
mal que no hay que pagar por cada hora de tristeza. Y qué puto
desperdicio que no tributen todos estos padecimientos el día que
necesite volver al cielo.
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