"Desmayarse, atreverse, estar furioso [...]"

Si no me falla la memoria, la primera vez que me desmayé tenía 11 años. Eran las 7 largas de la mañana y aún no había desayunado. Mi madre me estaba cepillando el pelo desde detrás y sucumbí. Debió ser una sensación interesante el estar repasando los mechones y, al llegar a las puntas, pensar por una milésima de segundo que has tirado muy fuerte y por ello tu hija se ha inclinado más de la cuenta. Pero no me estaba inclinando, me estaba cayendo.
Inmediatamente me tumbó en la cama y cuando fue a la cocina a buscarme algo muy azucarado que me subiese la bipolar tensión encontró a mi padre en el suelo teniendo una hipoglucemia y a mi hermano, que contaba en ese momento con 8 años, llorando desconsolado.
La segunda vez fue también en casa. La historia se repite y mi madre estaba depilándome cuando los píxeles nublaron mi visión y, antes de caer, me senté en un banquito con la cabeza entre las piernas para que me subiese un poco de sangre en la cabeza. Mi padre me preparó unas mini-tostadas con paté que me comí con cara de asco. No porque no me guste el paté, sino porque cuando me desmayo lo último que quiero es comer. Encima las jodidas tostaditas eran aliñadas en mi estómago con el zumo tropical de Mercadona.
En 4º de la ESO, tras una dura sesión de educación física en pleno mayo, caí redonda en clase. No llegué a perder el conocimiento, por suerte, pero el profesor (mi amado profesor de historia) insistió en que saliese al pasillo con una compañera para que me diese el aire mientras me tumbaba con las piernas hacia arriba. Recuerdo mi impotencia, odiaba perderme las clases de historia...
Creo que me mareé en otra ocasión, pero no lo recuerdo, así que pasaré a mi anécdota favorita para fiestas y reuniones: Mi desmayo en el Congreso de los Diputados.
Ocurrió que aquella mañana mi amiga María y yo nos levantamos a eso de las 5 para desayunar tranquilamente (yo había dormido en su casa) y arreglarnos antes de ir al Vialia a coger el AVE para nuestra excursión escolar a Madrid de primero de bachillerato. Repito: desayunamos. El trayecto a la capital fue perfecto, sin ningún tipo de sobresaltos, sin embargo, llegamos a Atocha unos 15 minutos antes de nuestra cita para entrar en el Congreso y tuvimos que correr y correr. Debió ser divertido ver a unos 100 adolescentes con 4 adultos corriendo por las ajetreadas called madrileñas. Llegamos a tiempo, pero a mí ya me palpitaba la cabeza y el extenso alfombrado de la cámara no ayudaba. Tenía mucho calor y los oídos me pitaban. Además, me habría encantado tomarme mi zumito, pero la guía dejó bien claro que ahí dentro no podíamos tomar nada, ya bastante tenían con los disparos de Tejero como para albergar más marcas y/o manchas.
Quise apoyarme en la barra-pupitre de los congresistas, mas antes de llegar a ella me desplomé sobre el chico al que peor caía en en el mundo (nunca supe por qué, pero es un detalle que ameniza la historia). Cuando abrí los ojos estaba todo el mundo a mi alrededor, Leticia (profesora de latín y griego) le pedía a María que sujetase mi bolso y mi Blackberry, que había salido despedida; Germán intentaba ahogarme quitarme el pañuelo, ya que la guía sugirió que me quitasen tanta ropa como fuese posible para estar más liberada; y ésta se acercó mucho a mí y me susurró "no te preocupes, ya han llamado la médico más guapo del Congreso para que venga a atenderte".
Cuando me desmayo me hace mucha gracia la situación porque, aunque soy consciente de que he estado apagada durante un ratito y eso preocupa a la gente, me siento bien, lista para seguir adelante. La consecuencia no es nunca sentirme débil o cansada; apagar el cerebro un par de segundos me da fuerza y energía, es un mal necesario que adoro.
El médico llegó y no sólo no era el más guapo sino que era bastante feo, tenía bótox en la cara y una sonrisa muy falsa. La guía me sonreía también alegando que "todos los días se desmaya alguien aquí", pues vale, ¿y a mí qué? Me midieron la tensión y, tras ver que todo estaba bien, salimos pitando del Congreso. Fuera me tomé el maldito zumito de Mercadona y tuve que llamar a mi madre antes de que Leticia y Federico se chivaran.
Se preocupó, obviamente, pero yo me sentía bien.
Quizá tanto desmayo me haya causado cierta amnesia porque, otra vez, recuerdo otro momento, pero soy incapaz de situarlo en el tiempo, así que me remito a la última vez: el pasado sábado 24 de mayo. No había desayunado más que una taza de batido Puleva te va, te va, te va. Estaba en la iglesia, presenciando una comunión. Noté el dolor de cabeza, el pitido, los píxeles, todo; sabía que iba a caerme, así que cogí el móvil y le dije a mi madre (sí, siempre está presente en mis desfallecimientos) "voy a salir un momento". Sólo sé que me giré y cuando volví a ver había muchos desconocidos en torno a mí y una mujer me levantó las piernas afirmando "soy enfermera, no te preocupes". Hola, ¿desde cuándo hay que ser enfermera para saber que si alguien se desmaya hay que levantarle las piernas? Creo que sólo quería verme las bragas, puesto que llevaba un vestidito muy mono. Afortunadamente para mí y siendo un gran infortunio para la enfermera y los abueletes verdes, una mujer rubia (sobre la que caí y que dulcemente me sujetó) me sostuvo el vestido para que nadie viese mi ropa interior.
Otra mujer le alcanzó a mi progenitora unas toallitas de bebé para humedecerme el rostro. Mamá, mujer, acabo de marearme, lo último que necesito es el olor a Johnson's Baby por toda mi cara.
Salimos de la iglesia y volvimos a casa.

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