La última velada.
—Mira, me rindo —dijo satisfecha y a la vez orgullosa la luna, ocultando su melancolía.
—Pues vale —contestó pasivo el sol, ocultando su pena al saber que no volvería a verla.
—Entonces, ¿ya está? Problema resuelto, ¿verdad? Como siempre, a tu manera.
—Otra vez igual…
—No te lo reprocho.
—Pues lo parece.
—Nada es lo que parece. Simplemente recordaba mi condición.
—Tu condición débil.
—Mi condición débil y pueril.
Quedose sin palabras y suspiró el sol, alisando su rutinario traje de bipolaridad. A veces tan congelado, otras tan candente.
Ella, sumisa y paciente, no mantenía su mirada, no más que por miedo a no encontrarla y hallar en su lugar la mayor muestra de una realidad taciturna, una relación olvidada.
—¿Te arrepientes? —susurró ella. Tan bajito que, confundido con un silbido, él siguió mirando hacia el infinito. Repitió entonces—. ¿Te arrepientes?
No. Ayer. Tal vez. Es que. Yo. Pero. Acontecimiento. Sí. Suelta una sarta de palabras que poca coherencia tienen ante el alma de la luna. Ésta arde en llamas. Y sobre su tez quemada caen lágrimas asadas. Esta vez realmente poco importa que el conflicto los distancie un poco más. Porque yo, escritora, pongo punto. Y la poca importancia del asunto yace en que parece ser punto y final.
Desde aquel entonces, pocas son las veces en que se miran cara a cara. él se luce entre las nubes, ella entre las estrellas. A él lo quiere mucha gente, ella es poco más que reina de la tragedia.
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